jueves, 28 de enero de 2010

La reina de las abejas



Dos príncipes, hijos de un rey, partieron un día en busca de aventuras y se entregaron a una vida disipada y licenciosa, por lo que no volvieron a aparecer por su casa. El hijo tercero, al que llamaban «El bobo», púsose en camino, en busca de sus hermanos. Cuando, por fin, los encontró, se burlaron de él. ¿Cómo pretendía, siendo tan simple, abrirse paso en el mundo cuando ellos, que eran mucho más inteligentes, no lo habían conseguido?
Partieron los tres juntos y llegaron a un nido de hormigas. Los dos mayores querían destruirlo para divertirse viendo cómo los animalitos corrían azorados para poner a salvo los huevos; pero el menor dijo:
- Dejad en paz a estos animalitos; no sufriré que los molestéis.
Siguieron andando hasta llegar a la orilla de un lago, en cuyas aguas nadaban muchísimos patos. Los dos hermanos querían cazar unos cuantos para asarlos, pero el menor se opuso:
- Dejad en paz a estos animales; no sufriré que los molestéis.
Al fin llegaron a una colmena silvestre, instalada en un árbol, tan repleta de miel, que ésta fluía tronco abajo. Los dos mayores iban a encender fuego al pie del árbol para sofocar los insectos y poderse apoderar de la miel; pero «El bobo» los detuvo, repitiendo:
- Dejad a estos animales en paz; no sufriré que los queméis.
Al cabo llegaron los tres a un castillo en cuyas cuadras había unos caballos de piedra, pero ni un alma viviente; así, recorrieron todas las salas hasta que se encontraron frente a una puerta cerrada con tres cerrojos, pero que tenía en el centro una ventanilla por la que podía mirarse al interior. Veíase dentro un hombrecillo de cabello gris, sentado a una mesa. Llamáronlo una y dos veces, pero no los oía; a la tercera se levantó, descorrió los cerrojos y salió de la habitación. Sin pronunciar una sola palabra, condújolos a una mesa ricamente puesta, y después que hubieron comido y bebido, llevó a cada uno a un dormitorio separado. A la mañana siguiente presentóse el hombrecillo a llamar al mayor y lo llevó a una mesa de piedra, en la cual había escritos los tres trabajos que había que cumplir para desencantar el castillo. El primero decía: «En el bosque, entre el musgo, se hallan las mil perlas de la hija del Rey. Hay que recogerlas antes de la puesta del sol, en el bien entendido que si falta una sola, el que hubiere emprendido la búsqueda quedará convertido en piedra». Salió el mayor, y se pasó el día buscando; pero a la hora del ocaso no había reunido más allá de un centenar de perlas; y le sucedió lo que estaba escrito en la mesa: quedó convertido en piedra. Al día siguiente intentó el segundo la aventura, pero no tuvo mayor éxito que el mayor: encontró solamente doscientas perlas, y, a su vez, fue transformado en piedra. Finalmente, tocóle el turno a «El bobo», el cual salió a buscar entre el musgo. Pero, ¡qué difícil se hacía la búsqueda, y con qué lentitud se reunían las perlas! Sentóse sobre una piedra y se puso a llorar; de pronto se presentó la reina de las hormigas, a las que había salvado la vida, seguida de cinco mil de sus súbditos, y en un santiamén tuvieron los animalitos las perlas reunidas en un montón.
El segundo trabajo era pescar del fondo del lago la llave del dormitorio de la princesa. Al llegar «El bobo» a la orilla, los patos que había salvado acercáronsele nadando, se sumergieron, y, al poco rato, volvieron a aparecer con la llave pedida.
El tercero de los trabajos era el más difícil. De las tres hijas del Rey, que estaban dormidas, había que descubrir cuál era la más joven y hermosa, pero era el caso que las tres se parecían como tres gotas de agua, sin que se advirtiera la menor diferencia; sabíase sólo que, antes de dormirse, habían comido diferentes golosinas. La mayor, un terrón de azúcar; la segunda, un poco de jarabe, y la menor, una cucharada de miel.
Compareció entonces la reina de las abejas, que «El bobo» había salvado del fuego, y exploró la boca de cada una, posándose, en último lugar, en la boca de la que se había comido la miel, con lo cual el príncipe pudo reconocer a la verdadera. Se desvaneció el hechizo; todos despertaron, y los petrificados recuperaron su forma humana. Y «El bobo» se casó con la princesita más joven y bella, y heredó el trono a la muerte de su suegro. Sus dos hermanos recibieron por esposas a las otras dos princesas.

Los duendecillos


Un zapatero se había empobrecido de tal modo, y no por culpa suya, que, al fin, no le quedaba ya más cuero que para un solo par de zapatos. Cortólos una noche, con propósito de coserlos y terminarlos al día siguiente; y como tenía tranquila la conciencia, acostóse plácidamente y, después de encomendarse a Dios, quedó dormido. A la mañana, rezadas ya sus oraciones y cuando iba a ponerse a trabajar, he aquí que encontró sobre la mesa los dos zapatos ya terminados. Pasmóse el hombre, sin saber qué decir ni qué pensar. Cogió los zapatos y los examinó bien de todos lados. Estaban confeccionados con tal pulcritud que ni una puntada podía reprocharse; una verdadera obra maestra.
A poco entró un comprador, y tanto le gustó el par, que pagó por él más de lo acostumbrado, con lo que el zapatero pudo comprarse cuero para dos pares. Los cortó al anochecer, dispuesto a trabajar en ellos al día siguiente, pero no le fue preciso, pues, al levantarse, allí estaban terminados, y no faltaron tampoco parroquianos que le dieron por ellos el dinero suficiente con que comprar cuero para cuatro pares. A la mañana siguiente otra vez estaban listos los cuatro pares, y ya, en adelante, lo que dejaba cortado al irse a dormir, lo encontraba cosido al levantarse, con lo que pronto el hombre tuvo su buena renta y, finalmente, pudo considerarse casi rico.
Pero una noche, poco antes de Navidad, el zapatero, que ya había cortado los pares para el día siguiente, antes de ir a dormir dijo a su mujer:
- ¿Qué te parece si esta noche nos quedásemos para averiguar quién es que nos ayuda de este modo?
A la mujer parecióle bien la idea; dejó una vela encendida, y luego los dos se ocultaron, al acecho, en un rincón, detrás de unas ropas colgadas.
Al sonar las doce se presentaron dos minúsculos y graciosos hombrecillos desnudos que, sentándose a la mesa del zapatero y cogiendo todo el trabajo preparado, se pusieron, con sus diminutos dedos, a punzar, coser y clavar con tal ligereza y soltura, que el zapatero no podía dar crédito a sus ojos. Los enanillos no cesaron hasta que todo estuvo listo; luego desaparecieron de un salto.
Por la mañana dijo la mujer:
- Esos hombrecitos nos han hecho ricos, y deberíamos mostrarles nuestro agradecimiento. Deben morirse de frío, yendo así desnudos por el mundo. ¿Sabes qué? Les coseré a cada uno una camisita, una chaqueta, un jubón y unos calzones, y, además, les haré un par de medias, y tú les haces un par de zapatitos a cada uno.
A lo que respondió el hombre:
- Me parece muy bien.
Y al anochecer, ya terminadas todas las prendas, las pusieron sobre la mesa, en vez de las piezas de cuero cortadas, y se ocultaron para ver cómo los enanitos recibirían el obsequio. A medianoche llegaron ellos saltando y se dispusieron a emprender su labor habitual; pero en vez del cuero cortado encontraron las primorosas prendas de vestir. Primero se asombraron, pero enseguida se pusieron muy contentos. Vistiéronse con presteza, y, alisándose los vestidos, pusiéronse a cantar:
«¿No somos ya dos mozos guapos y elegantes?
¿Por qué seguir de zapateros como antes?».
Y venga saltar y bailar, brincando por sobre mesas y bancos, hasta que, al fin, siempre danzando, pasaron la puerta. Desde entonces no volvieron jamás, pero el zapatero lo pasó muy bien todo el resto de su vida, y le salió a pedir de boca cuanto emprendió

El agua de la vida




Hubo una vez un rey que enfermó gravemente. No había nada que le aliviara ni calmara su dolor. Después de mucho deliberar, los sabios decidieron que sólo podría curarle el agua de la vida, tan difícil de encontrar que no se conocía a nadie que lo hubiera logrado. Este rey tenía tres hijos, el mayor de los cuales decidió partir en busca de la exótica medicina. - Sin duda, si logro que mejore, mi padre me premiará generosamente. - Pensaba, pues le importaba más el oro que la salud de su padre.

En su camino encontró a un pequeño hombrecillo que le preguntó su destino. - ¿Qué ha de importarte eso a ti?, ¡Enano! Déjame seguir mi camino. El duende, ofendido por el maleducado príncipe, utilizó sus poderes para desviarle hacia una garganta en las montañas que cada vez se estrechaba más, hasta que ni el caballo pudo dar la vuelta, y allí quedó atrapado. Viendo que su hermano no volvía, el mediano decidió ir en busca de la medicina para su padre: “Toda la recompensa será para mí”.- pensaba ambiciosamente.

No llevaba mucho recorrido, cuando el duende se le apareció preguntando a dónde iba: - ¡Qué te importará a ti! Aparta de mi camino, ¡Enano! El duende se hizo a un lado, no sin antes maldecirle para que acabara en la misma trampa que el mayor, atrapado en un paso de las montañas que cada vez se hizo más estrecho, hasta que caballo y jinete quedaron inmovilizados. Al pasar los días y no tener noticias, el menor de los hijos del rey decidió ir en busca de sus hermanos y el agua milagrosa para sanar a su padre.

Cabalgando, encontró al hombrecillo que también a él le preguntó su destino: - Mi padre está muy enfermo, busco el agua de la vida, que es la única cura para él. - ¿Sabes ya a dónde debes dirigirte para encontrarla? – Volvió a preguntar el enano. - Aún no, ¿me podrías ayudar, duendecillo? - Has resultado ser amable y humilde, y mereces mi favor. Toma esta varilla y estos dos panes y dirígete hacia el castillo encantado. Toca la cancela tres veces con la vara, y arroja un pan a cada una de las dos bestias que intentarán comerte.

- Busca entonces la fuente del agua de la vida tan rápido como puedas, pues si dan las doce, y sigues en el interior del castillo, ya nunca más podrás salir. – Añadió el enanito. A lomos de su caballo, pasados varios días, llegó el príncipe al castillo encantado. Tocó tres veces la cancela con la vara mágica, amansó a las bestias con los panes y llegó a una estancia donde había una preciosa muchacha: - ¡Por fin se ha roto el hechizo! En agradecimiento, me casaré contigo si vuelves dentro de un año.

Contento por el ofrecimiento, el muchacho buscó rápidamente la fuente de la que manaba el agua de la vida. Llenó un frasco con ella y salió del castillo antes de las doce. De vuelta a palacio, se encontró de nuevo con el duende, a quien relató su experiencia y pidió: - Mis hermanos partieron hace tiempo, y no les he vuelto a ver. ¿No sabrías dónde puedo encontrarles? - Están atrapados por la avaricia y el egoísmo, pero tu bondad les hará libres. Vuelve a casa y por el camino los encontrarás. Pero ¡cuídate de ellos!

Tal como había anunciado el duende, el menor encontró a sus dos hermanos antes de llegar al castillo del rey. Los tres fueron a ver a su padre, quien después de tomar el agua de la vida se recuperó por completo. Incluso pareció rejuvenecer. El menor de los hermanos le relató entonces su compromiso con la princesa, y su padre, orgulloso, le dio su más sincera bendición para la boda. Así pues, cerca de la fecha pactada, el menor de los príncipes se dispuso a partir en busca de su amada.

Ésta, esperando ansiosa en el castillo, ordenó extender una carretera de oro, desde su palacio hasta el camino, para dar la bienvenida a su futuro esposo: - Dejad pasar a aquel que venga por el centro de la carretera,- dijo a los guardianes – Cualquier otro será un impostor.- Advirtió. Y marchó a hacer los preparativos. Efectivamente, los dos hermanos mayores, envidiosos, tramaron por separado llegar antes que él y presentarse a la princesa como sus libertadores: - Suplantaré a mi hermano y desposaré a la princesa - Pensaba cada uno de ellos.

El primero en llegar fue el hermano mayor, que al ver la carretera de oro pensó que la estropearía si la pisaba, y dando un rodeo, se presentó a los guardas de la puerta, por la derecha, como el rescatador de la princesa. Mas éstos, obedientes le negaron el paso. El hermano mediano llegó después, pero apartó al caballo de la carretera por miedo a estropearla, y tomó el camino de la izquierda hasta los guardias, que tampoco le dejaron entrar.

Por último llegó el hermano menor, que ni siquiera notó cuando el caballo comenzó a caminar por la carretera de oro, pues iba tan absorto en sus pensamientos sobre la princesa que se podría decir que flotaba. Al llegar a la puerta, le abrieron enseguida, y allí estaba la princesa esperándole con los brazos abiertos, llena de alegría y reconociéndole como su salvador. Los esponsales duraron varios días, y trajeron mucha felicidad a la pareja, que invitó también al padre, que nunca volvió a enfermar.

jueves, 21 de enero de 2010

El reloj perezoso ( Marisa Moreno)



(Marisa Moreno)
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Dan las cuatro en el reloj.
¡Otra vez se ha dormido este perezoso!. Gritaba : Doña Ardilla.
¡Nunca llegaré a tiempo de recoger mis nueces!.
¡Lo siento!. Dijo : Ding Dong.
¡Hacía tanto frío fuera y yo estaba tan calentito aquí dentro que me dormí!.
Ding Dong era un pequeño reloj de cuco, que Doña Ardilla compró en la Feria Anual del Bosque; donde todos los animalitos venden y compran cientos de cosas que los humanos tiran.
Ellos se encargan de arreglarlas.
Allí se encuentran: estufas, lámparas, relojes, percheros, ollas , pucheros, mesas , sillas y todo lo que puedas imaginar.
Fue allí, donde Doña Ardilla encontró a Ding Dong.
Las gotas de lluvia habían caído sobre el asustado reloj y la nieve lo había vestido con un traje blanco. Le temblaban las manecillas y estaba tiritando de frío.
Doña Ardilla lo cogió en sus manitas, le quitó la nieve y se lo llevó a
su casita.
Le arropó con una manta para calentarlo y le dio una tacita de té.
El reloj no funcionaba bien, siempre atrasaba, pero la ardillita se encariñó con él.
De vez en cuando Ding Dong , le contaba historias de los humanos a Doña Ardilla. Pero siempre terminaba diciendo que prefería estar con ella, pues algunas veces era muy difícil entender a los hombres.
Ding Dong le decía: ¡Un día te quieren mucho!, ¡Otro día no te quieren nada!.
El reloj se acostumbró a vivir en el árbol de la ardilla y fue muy feliz .

El mago Merlin



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Hace muchos años, cuando Inglaterra no era más que un puñado de reinos que batallaban entre sí, vino al mundo Arturo, hijo del rey Uther.

La madre del niño murió al poco de nacer éste, y el padre se lo entregó al mago Merlín con el fin de que lo educara. El mago Merlín decidió llevar al pequeño al castillo de un noble, quien, además, tenía un hijo de corta edad llamado Kay. Para garantizar la seguridad del príncipe Arturo, Merlín no descubrió sus orígenes.

Cada día Merlín explicaba al pequeño Arturo todas las ciencias conocidas y, como era mago, incluso le enseñaba algunas cosas de las ciencias del futuro y ciertas fórmulas mágicas.

Los años fueron pasando y el rey Uther murió sin que nadie le conociera descendencia. Los nobles acudieron a Merlín para encontrar al monarca sucesor. Merlín hizo aparecer sobre una roca una espada firmemente clavada a un yunque de hierro, con una leyenda que decía:

"Esta es la espada Excalibur. Quien consiga sacarla de este yunque, será rey de Inglaterra"

Los nobles probaron fortuna pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no consiguieron mover la espada ni un milímetro. Arturo y Kay, que eran ya dos apuestos muchachos, habían ido a la ciudad para asistir a un torneo en el que Kay pensaba participar.

Cuando ya se aproximaba la hora, Arturo se dio cuenta de que había olvidado la espada de Kay en la posada. Salió corriendo a toda velocidad, pero cuando llegó allí, la puerta estaba cerrada.

Arturo no sabía qué hacer. Sin espada, Kay no podría participar en el torneo. En su desesperación, miró alrededor y descubrió la espada Excalibur. Acercándose a la roca, tiró del arma. En ese momento un rayo de luz blanca descendió sobre él y Arturo extrajo la espada sin encontrar la menor resistencia. Corrió hasta Kay y se la ofreció. Kay se extrañó al ver que no era su espada.

Arturo le explicó lo ocurrido. Kay vio la inscripción de "Excalibur" en la espada y se lo hizo saber a su padre. Éste ordenó a Arturo que la volviera a colocar en su lugar. Todos los nobles intentaron sacarla de nuevo, pero ninguno lo consiguió. Entonces Arturo tomó la empuñadura entre sus manos. Sobre su cabeza volvió a descender un rayo de luz blanca y Arturo extrajo la espada sin el menor esfuerzo.

Todos admitieron que aquel muchachito sin ningún título conocido debía llevar la corona de Inglaterra, y desfilaron ante su trono, jurándole fidelidad. Merlín, pensando que Arturo ya no le necesitaba, se retiró a su morada.

Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando algunos nobles se alzaron en armas contra el rey Arturo. Merlín proclamó que Arturo era hijo del rey Uther, por lo que era rey legítimo. Pero los nobles siguieron en guerra hasta que, al fin, fueron derrotados gracias al valor de Arturo, ayudado por la magia de Merlín.

Para evitar que lo ocurrido volviera a repetirse, Arturo creó la Tabla Redonda, que estaba formada por todos los nobles leales al reino. Luego se casó con la princesa Ginebra, a lo que siguieron años de prosperidad y felicidad tanto para Inglaterra como para Arturo.

"Ya puedes seguir reinando sin necesidad de mis consejos -le dijo Merlín a Arturo-. Continúa siendo un rey justo y el futuro hablará de tí"

Rescatando una estrella



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Había una vez un sabio que solía ir a la playa a escribir. Tenía la costumbre de caminar por la playa antes de comenzar su trabajo.

Un día, mientras caminaba junto al mar, observó una figura humana que se movía como un bailarín. Se sonrió al pensar en alguien bailando para saludar el día. Apresuró el paso, se acercó y vio que se trataba de un joven y que el joven no bailaba sino que se agachaba para recoger algo y suavemente lanzarlo al mar. A medida que se acercaba saludó:

- Buen día, ¿Qué está haciendo?

- El joven hizo una pausa, se dio vuelta y respondió:

- Arrojo estrellas de mar al océano. -

- Supongo que debería preguntar ¿Por qué arrojas estrellas de mar al océano? -, dijo el sabio.

El joven respondió:

- Anoche la tormenta dejó miles de estrellas en la playa, hoy hay sol fuerte y la marea está bajando, si no las arrojo al mar, morirán.

- Pero joven, replicó el sabio, no se da cuenta que hay cientos de kilómetros de playa y miles de estrellas de mar, ¿Realmente piensa que su esfuerzo tiene sentido?

- El joven escuchó respetuosamente, luego se agachó, recogió otra estrella de mar, la arrojó al agua y luego le dijo:

- Para aquella, sí tuvo sentido.

La respuesta sorprendió al hombre. Se sintió molesto, no supo que contestar y regresó a su cabaña a escribir.

Durante todo el día, mientras escribía, la imagen de aquel joven lo perseguía. Intentó ignorarlo pero no pudo.

Finalmente al caer la tarde se dio cuenta que a él, el científico, a él, el sabio, se le había escapado la naturaleza esencial de la acción de aquel joven.

Él había elegido no ser un mero observador en el Universo y dejar que pasara ante sus ojos. Había decidido participar activamente y dejar su huella en él.
Se sintió avergonzado y esa noche se fue a dormir preocupado.

A la mañana siguiente se levantó sabiendo que debía hacer algo. Se vistió, fue a la playa, encontró al joven y pasó el resto de la mañana arrojando estrellas de mar al océano.

...Nada puedo hacer para solucionar las penas del mundo, pero mucho puedo hacer para colaborar en el pedacito de mundo que me toca.
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Los cisnes salvajes



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Hace muchísimos años vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los hermanos se querían mucho y eran muy unidos. Aunque vivían en un hermoso castillo, jugaban y estudiaban como cualquier familia grande y feliz. Por desgracia, su madre había muerto poco después del nacimiento del último príncipe.

Con el pasar del tiempo, el rey se repuso de la muerte de su amada esposa. Un día, conoció a una mujer muy atractiva de quien se enamoró. Sin sospechar que en realidad se trataba de una bruja, le propuso matrimonio.

"Ella me hará compañía y mis hijos tendrán de nuevo una madre", pensó el rey. Sin embargo, el mismo día en que llegó al castillo, la nueva reina resolvió deshacerse de los jóvenes príncipes.

La reina empezó a mentirle al rey para indisponerlo con sus hijos. Luego, un buen día, reunió a los príncipes a la entrada del castillo.

-¡Fuera de aquí! -gritó-.

No los quiero volver a ver nunca más.

Diciendo esto, levantó su capa hacia el cielo y los convirtió a todos en cisnes salvajes. Pero, como eran príncipes, cada uno llevaba una corona de oro en la cabeza.

La malvada reina le dijo al monarca que los príncipes habían huido del castillo.

-Olvídate de esos ingratos -dijo. Luego, lo convenció de que Elisa necesitaba estar rodeada de otros chicos y mandó a la niña a vivir con una familia de campesinos.

Cuando Elisa cumplió quince años, el rey la mandó traer y la reina la recibió con una amabilidad fingida.

-Ven, preciosa -le dijo-. Debes prepararte para saludar a tu padre.

Mientras Elisa se preparaba para tomar el baño, la reina consiguió tres sapos, los besó y luego les ordenó:

-Tú te sentarás en la cabeza de Elisa y la volverás estúpida. Tú te pondrás cerca de su corazón y se lo endurecerás. Tú le saltarás a la cara y la volverás fea.

Luego puso los sapos en el agua, que tomó un color repugnante. Sin embargo, la dulzura y la inocencia de Elisa rompieron el hechizo. Los sapos se convirtieron en amapolas y el agua se volvió cristalina.

Al ver esto, la reina se llenó de ira. Le estregó barro en la cara a la muchacha y le enmarañó el cabello.

Cuando Elisa se presentó ante el rey, la indignación de éste fue enorme.

-¡Esta no es mi hija! -exclamó el rey.

-¡Padre, soy yo, Elisa! -replicó la muchacha.

-Es una pordiosera que sólo quiere tu dinero -dijo la bruja.

-¡Llévensela! -ordenó el rey.

Con el corazón destrozado, Elisa se fue al bosque. Extrañaba a sus hermanos más que nunca y deseaba con toda su alma volver a verlos. Se sentó junto a un arroyo a lavarse la cara y a desenredarse el cabello.

En ese momento, una vieja mujer se le acercó.

-¿Ha visto a once príncipes vagando por el mundo? -preguntó Elisa, esperanzada.

-No, mi querida niña, pero he visto once cisnes con coronas de oro en la cabeza -respondió la anciana-. Vienen a la orilla de aquel lago a la hora del crepúsculo.

Elisa se fue a la orilla del lago a esperar. Cuando el sol se ocultó, escuchó un batir de alas. En efecto, eran los once cisnes salvajes con sus once coronas de oro en la cabeza.
Al principio, Elisa se asustó y se escondió detrás de una roca.

Uno a uno, los cisnes se fueron posando en la orilla. Al tocar el suelo, recobraban su aspecto humano. Encantada, Elisa vio desde su escondite que los cisnes eran sus hermanos.

-¡Antonio, Sebastián! ¡Soy yo, Elisa! -gritó, mientras corría a abrazarlos.

Todos se reunieron en torno a ella, felices de estar de nuevo juntos, después de tanto tiempo.

¡Fue un instante glorioso! Los once príncipes le narraron a su hermana de qué manera la bruja perversa los había convertido en cisnes y Elisa, a su vez, les contó que a ella la había echado del castillo.

-De día somos cisnes y al atardecer volvemos a ser humanos -explicó Antonio, el mayor de los hermanos.

-Encontraré la manera de romper el hechizo -les aseguró Elisa.

Los hermanos encontraron un pedazo de lienzo lo suficientemente grande para llevar a Elisa en él. Al amanecer del día siguiente, la alzaron en vuelo con suavidad. Sebastián, el menor de todos, le daba bayas para comer.

Cuando el sol empezó a ocultarse otra vez, llegaron a una cueva secreta, en un bosque apartado. Esa noche, Elisa soñó con un hada que volaba en una hoja.

-Podrás romper el hechizo si estás dispuesta a sufrir -susurró el hada-. Debes recoger ortigas y tejer once camisas con el lino que saques. Cuando las hayas terminado, deberás lanzárselas a tus hermanos para romper el hechizo. ¡Pero escucha bien! No puedes ni hablar ni reírte hasta no haber terminado.

-Eso no importa -respondió Elisa en sus sueños-. ¡Haré lo que sea necesario para salvar a mis hermanos!

Cuando Elisa se despertó esa mañana, sus hermanos ya se habían ido.

En el suelo, junto a ella, había una pila de hojas de ortiga. Elisa se puso a trabajar de inmediato. Al regresar los príncipes a la cueva, encontraron a su hermana tejiendo una prenda bastante curiosa. Elisa tenía las manos llenas de heridas.

-¿Qué haces? -preguntó Sebastián. Pero su hermana no podía decir nada.

Sebastián no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas cuando se inclinó a mirar las manos de Elisa. Las lágrimas cayeron en sus dedos y las heridas desaparecieron inmediatamente. Ella le sonrió agradecida, pero no se atrevió a decir ni una sola palabra.

Los hermanos observaron durante un rato. El asunto era muy misterioso, pero ellos sospecharon que algo mágico debía estar ocurriendo. A lo mejor, Elisa estaba tratando de salvarlos.
Al otro día, cuando ya sus hermanos se habían ido, Elisa salió de la cueva.

"Haré mi trabajo a la sombra de aquel roble", pensó. "Allá no me verán."

Sin embargo, un grupo de cazadores la descubrió.

-¿Tú quien eres? -preguntó uno de ellos con voz áspera. Al no obtener respuesta, la levantó a la fuerza.

-Quietos -dijo una voz. Era un joven rey.

-¿Cómo te llamas? -preguntó amablemente el rey. Elisa se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír.

-Ella vendrá conmigo -dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse.

De regreso en el castillo, el joven rey intentó hablarle a Elisa en diferentes idiomas, pero ella no hacía más que tejer. Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda cara cautivaron el corazón del rey.

Elisa vivía ahora rodeada de lujos, pero pasaba la mayor parte del tiempo tejiendo en silencio. El rey se sentaba junto a ella y era feliz en su compañía. Un día, decidió hablar con el arzobispo.

-Amo a esta dulce doncella -anunció-, y deseo casarme con ella.

-Su majestad no sabe nada sobre esta muchacha -replicó el arzobispo-. Bien podría ser una bruja. Ese tejido es bastante extraño.

Sin embargo, el rey estaba decidido. Elisa escuchó en silencio la propuesta del rey y le apretó suavemente la mano. La boda tuvo lugar poco después.

Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más hojas. Aunque allí había tres brujas reunidas, Elisa no hizo caso y pensó sólo en las camisas de sus hermanos.

El arzobispo, que la había seguido, se fue a alertar al rey:

-Le dije a su Majestad que su esposa tenía trato con las brujas -afirmó el arzobispo.

El rey queriendo comprobar tal acusación se fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una tumba.

-No lo puedo creer -dijo el rey, desconsolado-. Castígala, si eso es lo que debes hacer.

Elisa fue acusada de brujería.

-Esposa mía, te ruego que hables en tu defensa -suplicó el rey. Pero Elisa no podía más que mirarlo con ojos tristes.

Al otro día, la llevaron a la plaza para quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las diez camisas para sus hermanos. La muchedumbre enfurecida gritaba:

-¡Quemen a la bruja!

De repente, en el cielo aparecieron once cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa.

Al verlos, ella les lanzó de inmediato las camisas. La gente se quedó atónita al ver que los cisnes se convertían en príncipes.

Sebastián, quien recibió la undécima camisa con una manga sin terminar, tenía todavía un ala.

-¡Sálvenme! -gritó por fin Elisa-. ¡Soy inocente!

Rodeada de sus hermanos, Elisa se presentó ante el rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida que iba relatando la historia de la madrastra, del encuentro con sus hermanos y el motivo de su silencio.

El rey también lloró de felicidad y abrazó a su esposa con ternura. -Sólo alguien con un corazón tan bueno como el tuyo haría ese sacrificio -dijo el rey.

La multitud gritaba alborozada:

-¡Dios bendiga a la reina! Fue entonces cuando Elisa notó el ala de Sebastián.

-¡Tu brazo, mi pobre hermano! -dijo Elisa llorando.

-No llores -la consoló Sebastián-. Llevaré con orgullo esta ala de cisne como prueba de tu amor generoso e incondicional.

miércoles, 20 de enero de 2010

La gatita encantada



Hbia una vez un principe muy admirado en su reino. Todas las jovenes casaderas deseaban tenerle por esposo. Pero el no se fijaba en ninguna y pasaba su tiempo jugando con Zapaquilda, una preciosa gatita, junto a las llamas del hogar. Un dia, dijo en voz alta:
Eres tan cariñosa y adorable que, si fueras mujer, me casaria contigo.
En el mismo instante aparecio en la estancia el Hada de los Imposibles, que dijo:
Principe tus deseos se han cumplido.
El joven, deslumbrado, descubrio junto a el a Zapaquilda, convertida en una bellisima muchacha.
Al día siguiente se celebraban las bodas y todos los nobles y pobres del reino que acudieron al banquete se extasiaron ante la hermosa y dulce novia. Pero, de pronto, vieron a la joven lanzarse sobre un ratoncillo que zigzagueaba por el salon y zamparselo en cuanto lo hubo atrapado. El principe empezo entonces a llamar al Hada de los Imposibles para que convirtiera a su esposa en la gatita que habia sido. Pero el Hada no acudio, y nadie nos ha contado si tuvo que pasarse la vida contemplando como su esposa corria tras todos los ratones de palacio jijijij
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El granjero bondadoso



Un anciano rey tuvo que huir de su país asolado por la guerra. Sin escolta alguna, cansado y hambriento, llegó a una granja solitaria, en medio del país enemigo, donde solicitó asilo. A pesar de su aspecto andrajoso y sucio, el granjero se lo concedió de la mejor gana. No contento con ofrecer una rica cena al caminante, le proporcionó un baño y ropa limpia, además de una confortable habitación para pasar la noche.
Y sucedió que, en medio de la oscuridad, el granjero escuchó una plegaria musitada en la habitación del desconocido y pudo distinguir sus palabras:
-Gracias, Señor, porque has dado a este pobre rey destronado el consuelo de hallar refugio. Te ruego ampares a este caritativo granjero y haz que no sea perseguido por haberme ayudado.
El generoso granjero preparó un espléndido desayuno para su huésped y cuando éste se marchaba, hasta le entregó una bolsa con monedas de oro para sus gastos.
Profundamente emocionado por tanta generosidad, el anciano monarca se pro-metió recompensar al hombre si algún día recobraba el trono. Algunos meses después estaba de nuevo en su palacio y entonces hizo llamar al caritativo la-briego, al que concedió un título de nobleza y colmó de honores. Además, fiandose en la nobleza de sus sentimientos, le consultó en todos los asuntos delicados del reino.

La verdadera justicia




Hubo una vez un califa en Bagdad que deseaba sobre todas las cosas ser un soberano justo. Indagó entre los cortesanos y sus súbditos y todos aseguraron que no existía califa más justo que él.
-¿Se expresarán así por temor? -se preguntó el califa.
Entonces se dedicó a recorrer las ciudades disfrazado de pastor y jamás escuchó la menor murmuración contra él.
Y sucedió que también el califa de Ranchipur sentía los mismos temores y realizó las mismas averiguaciones, sin encontrar a nadie que criticase su jus-ticia.
-Puede que me alaben por temor
-se dijo-. Tendré que indagar lejos de mi reino.
Quiso el destino que los lujosos carruajes de ambos califas fueran a encontrarse en un estrecho camino.
-Paso al califa de Bagdad! -pidió el visir de éste.
-Paso al califa de Ranchipur! .-exigió el del segundo.
Como ninguno quisiera ceder, los visires de los dos soberanos trataron de encontrar una fórmula para salir del paso.
-Demos preferencia al de más edad -acordaron.
Pero los califas tenían los mismos años, igual amplitud de posesiones e idénticos ejércitos. Para zanjar la cuestión, el visir del califa de Bagdad preguntó al otro:
-¿Cómo es de justo tu amo?
-Con los buenos es bondadoso -replicó el visir de Ranchipur-, justo con los que aman la justicia e inflexible con los duros de corazón.
-Pues mi amo es suave con los inflexibles, bondadoso con los malos, con los injustos es justo, y con los buenos aún más bondadoso -replicó el otro visir.
Oyendo esto el califa de Ranchipur, ordenó a su cochero apartarse humilde-mente, porque el de Bagdad era más digno de cruzar el primero, especialmente por la lección que le había dado de lo que era la verdadera justicia.

viernes, 15 de enero de 2010

La ratita blanca


El Hada soberana de las cumbres invito un dia a todas las hadas de las nieves a una fiesta en su palacio. Todas acudieron envueltas en sus capas de armiño y guiando sus carrozas de escarcha. Pero una de ellas, Alba, al oir llorar a unos niños que vivian en una solitaria cabaña, se detuvo en el camino.
El hada entro en la pobre casa y encendio la chimenea. Los niños, calentan-dose junto a las llamas, le contaron que sus padres hablan ido a trabajar a la ciudad y mientras tanto, se morian de frío y miedo.
-Me quedare con vosotros hasta el regreso de vuestros padres -prometio ella.
Y así lo hizo; a la hora de marchar, nerviosa por el castigo que podía imponerle su soberana por la tardanza, olvido la varita mágica en el interior de la cabaña. El Hada de las cumbres contemplo con enojo a Alba.
Cómo? ,No solo te presentas tarde, sino que ademas lo haces sin tu varita? ¡Mereces un buen castigo!
Las demas hadas defendian a su compañera en desgracia.
-Ya se que Alba tiene cierta disculpa. Ha faltado, sí, pero por su buen corazon, el castigo no sera eterno. Solo durara cien años, durante los cuales vagara por el mundo convertida en ratita blanca.
Amiguitos, si veis por casualidad a una ratita muy linda y de blancura des-lumbrante, sabed que es Alba, nuestra hadíta, que todavia no ha cumplido su castigo...

La humilde flor


Cuando Dios creó el mundo, dio nombre y color a todas las flores.
Y sucedió que una florecita pequeña le suplicó repetidamente con voz temblorosa:
-iNo me olvides! ¡No me olvides!
Como su voz era tan fina, Dios no la oia. Por fin, cuando el Creador hubo terminado su tarea, pudo escuchar aquella vocecilla y se volvió hacia la planta. Mas todos los nombres estaban ya dados. La plantita no cesaba de llorar y el Señor la consoló así:
-No tengo nombre para ti, pero te llamarás "Nomeolvides". Y por colores te daré el azul del cielo y el rojo de la sangre. Consolarás a los vivos y acompañaras a los muertos.
Así nació el "nomeolvides" o mio-sota, pequeña florecilla de color azul y rojo.


El gatito marramiau


Estaba el gatito Marramiau sentadito al sol en su tejado,
cuando le llevaron la agradable noticia
de que iba a verse casado con una linda gatita rubia.
Fue tan grande la sorpresa de Marramiau, que resbalo.
Y se cayó desde el tejado al suelo.
El golpe fue tan grande, que Marramiau se rompió las costillas.
Y la puntita del rabo.
Enseguida, le llevaron al hospital.
Unos médicos decían: Bueno, bueno.
Y otros médicos decían: Malo, malo.
Como Marramiau se iba a morir,
tuvo que confesarse de las muchas cosas que había robado.
Siete libras de chorizos...
La nata de la leche...
Carne, tocino, salchichas,
alguna que otra morcilla...
¿Sardinas?
¡Oh! Había perdido la cuenta.
Mil... Dos mil...
Las sardinas eran lo que más le gustaba.
Fueron llegando los vecinos a ver por última vez al gatito Marramiau,
que se iba a morir.
Y en efecto, poco más tarde, Marramiau estiró la pata y el rabo.
Los gatos vistieron de luto,
pero los ratones se pusieron a bailar de contento.
Hubo que llevar a enterrar a Marramiau.
Y el cortejo paso por la plaza del mercado.

Entonces, ¿sabéis que ocurrió?
Pues que al olor de las sardinas Marramiau resucitó.
Desde entonces dicen todos: ¡siete vidas tiene un gato!

La hilandera


Érase una vez un molinero muy pobre que no tenía en el mundo más que a su hija. Ella era una muchacha muy hermosa.
Cierto día, el rey mandó llamar al molinero, pues hacía mucho tiempo no le pagaba impuestos. El pobre hombre no tenía dinero, así es que se le ocurrió decirle al rey:

-Tengo una hija que puede hacer hilos de oro con la paja.

-¡Tráela! -ordenó el rey.

Esa noche, el rey llevó a la hija del molinero a una habitación llena de paja y le dijo:

-Cuando amanezca, debes haber terminado de fabricar hilos de oro con toda esta paja. De lo contrario, castigaré a tu padre y también a tí. La pobre muchacha ni sabía hilar, ni tenía la menor idea de cómo hacer hilos de oro con la paja. Sin embargo, se sentó frente a la rueca a intentarlo. Como su esfuerzo fue en vano, desconsolada, se echó a llorar.

De repente, la puerta se abrió y entró un hombrecillo extraño.

-Buenas noches, dulce niña. ¿Por qué lloras?

-Tengo que fabricar hilos de oro con esta paja -dijo sollozando-, y no sé cómo hacerlo.

-¿Qué me das a cambio si la hilo yo? -preguntó el hombrecillo.

-Podría darte mi collar -dijo la muchacha.

-Bueno, creo que eso bastará -dijo el hombrecillo, y se sentó frente a la rueca.

Al otro día, toda la paja se había transformado en hilos de oro. Cuando el rey vio la habitación llena de oro, se dejó llevar por la codicia y quiso tener todavía más. Entonces condujo a la muchacha a una habitación aún más grande, llena de paja, y le ordenó convertirla en hilos de oro. La muchacha estaba desconsolada.

"¿Qué voy a hacer ahora?" se dijo.

Esa noche, el hombrecillo volvió a encontrar a la joven hecha un mar de lágrimas. Esta vez, aceptó su anillo de oro a cambio de hilar toda la paja.Al ver tal cantidad de oro, la avaricia del rey se desbordó. Encerró a la muchacha en una torre llena de paja.

-Si mañana por la mañana ya has convertido toda esta paja en hilos de oro, me casaré contigo y serás la reina.

El hombrecillo regresó por la noche, pero la pobre muchacha ya no tenía nada más para darle.

-Cuando te cases -propuso el hombrecillo- tendrás que darme tu primer hijo.

Como la muchacha no encontró una solución mejor, tuvo que aceptar el trato.

Al día siguiente, el rey vio con gran satisfacción que la torre estaba llena de hilos de oro. Tal como lo había prometido, se casó con la hija del molinero.

Un año después de la boda, la nueva reina tuvo una hija.

La reina había olvidado por completo el trato que había hecho con el hombrecillo, hasta que un día apareció.

-Debes darme lo que me prometiste -dijo el hombrecillo.

La reina le ofreció toda clase de tesoros para poder quedarse con su hija, pero el hombrecillo no los aceptó.

-Un ser vivo es más precioso que todas las riquezas del mundo -dijo.

Desesperada al escuchar estas palabras, la reina rompió a llorar. Entonces el hombrecillo dijo:

-Te doy tres días para adivinar mi nombre. Si no lo logras, me quedo con la niña.

La reina pasó la noche en vela haciendo una lista de todos los nombres que había escuchado en su vida. Al día siguiente, la reina le leyó la lista al hombrecillo, pero la respuesta de éste a cada uno de ellos fue siempre igual:

-No, así no me llamo yo.

La reina resolvió entonces mandar a sus emisarios por toda la ciudad a buscar todo tipo de nombres.

Los emisarios regresaron con unos nombres muy extraños como Piedrablanda y Aguadura, pero ninguno sirvió. El hombrecillo repetía siempre:

-No, así no me llamo yo.

Al tercer día, la desesperada reina envió a sus emisarios a los rincones más alejados del reino.
Ya entrada la noche, el último emisario en llegar relató una historia muy particular.

-Iba caminando por el bosque cuando de repente vi a un hombrecillo extraño bailando en torno a una hoguera. Al tiempo que bailaba iba cantando: "¡La reina perderá, pues mi nombre nunca sabrá. Soy el gran Rumpelstiltskin!"

Esa misma noche, la reina le preguntó al hombrecillo:

-¿Te llamas Alfalfa?

-No, así no me llamo yo.

-¿Te llamas Zebulón?

-No, así no me llamo yo.

-¿Será posible, entonces, que te llames Rumpelstilstkin? -preguntó por fin la reina.

Al escuchar esto, el hombrecillo sintió tanta rabia que la cara se le puso azul y después marrón. Luego pateó tan fuerte el suelo que le abrió un gran hueco.

Rumpelstiltskin desapareció por el hueco que abrió en el suelo y nadie lo volvió a ver jamás. La reina, por su parte, vivió feliz para siempre con el rey y su preciosa hijita.



Perico el conejito travieso


Había una vez cuatro conejitos que se llamaban Pelusa, Pitusa, Colita de Algodón y Perico.
Vivían con su madre bajo las raíces de un abeto muy grande.

Una mañana su madre les dijo:
-Hijitos, podéis ir a jugar al campo o a corretear por la vereda…, pero no vayáis al huerto del tío Gregorio. Ya sabéis la desgracia que le ocurrió allí a vuestro padre. ¡La tía Gregoria lo hizo picadillo!
¡Hala! Iros a jugar pero no hagáis travesuras. Yo voy a salir.
Entonces la señora Coneja cogió la cesta y el paraguas y se fue andando por el bosque a la panadería. Allí compró una barra de pan moreno y cinco bollos.
Pelusa, Pitusa y Colita de Algodón, que eran unas conejitas muy buenas, se fueron por el camino a coger zarzamoras.
Pero Perico, que era un conejito muy travieso, se fue derecho al huerto del tío Gregorio y, estirándose mucho…¡se coló por debajo de la verja!

Primero se comió unas lechugas, después unas judías verdes y por último…¡se zampó unos rabanitos!

Después le dolía la tripa de tanto comer y se fue a buscar unas ramitas de perejil.



Pero al dar la vuelta al invernadero…¡se dio de narices con el tío Gregorio!
El tío Gregorio estaba de rodillas plantando unas coles. Pero en cuanto vio a Perico se lanzó tras él con el rastrillo en alto, gritando:

-¡Al ladrón!



Perico estaba muerto de miedo. Corría por el huerto de acá para allá sin encontrar la verja por donde había entrado. Perdió uno de los zapatos en un lecho de coles.
Y el otro en un campo de patatas.
Al encontrarse sin zapatos, comenzó a correr a cuatro patas tan deprisa, tan deprisa que ya casi se había escapado cuando…¡los botones de su chaqueta se engancharon en una red que cubría una mata de grosellas! Perico llevaba una chaqueta azul recién estrenada con grandes botones dorados.
Perico se dio por vencido y comenzó a llorar. Pero unos gorriones muy simpáticos que volaban por allí, al oír los sollozos de Perico, se dirigieron a donde él estaba y le pidieron que hiciera un último esfuerzo

Ya estaba el tío Gregorio encima de Perico, tratando de atraparle con una criba. Pero, en el último instante, Perico consiguió escabullirse, dejando tras de sí la chaqueta.
Corriendo a más no poder, se metió en la caseta de las herramientas y, de un salto, se escondió en la regadera. Habría sido un escondite perfecto si no fuera porque…, estaba llena de agua.

El tío Gregorio sabía que Perico se escondía en algún lugar de la caseta, así es que fue levantando los tiestos uno por uno para ver si lo encontraba.
De pronto, Perico estornudó -¡a… a… achís!- y el tío Gregorio se le vino de nuevo encima.
Estaba a punto de pisarle cuando Perico, de un salto, se escapó por la ventana, tirando unos cuantos tiestos.

La ventana era demasiado pequeña para el tío Gregorio y, además, estaba cansado de perseguir a Perico. Así es que dio media vuelta y volvió a su trabajo.
Perico se sentó a descansar. Estaba sin aliento, temblaba de miedo y no tenía la menor idea del camino que debía seguir. Además, estaba empapado por haberse metido en la regadera.



Después de un rato, comenzó a rondar por los alrededores, dando pequeños saltitos -plop, plop, plop- y mirando a ver qué veía. Por fin, encontró una puerta en la tapia que rodeaba al huerto, pero estaba cerrada, y no había sitio para que un conejito tan gordo como él se escurriera por debajo.
Pero vio un ratoncito que entraba y salía por debajo de la puerta, llevando guisantes y judías a su familia que vivía en el bosque. Perico le preguntó por el camino que conduce a la verja, pero el ratón, que en aquellos momentos se estaba comiendo un guisante, se atragantó. Sólo podía mover la cabeza de un lado para otro, y Perico se echó a llorar.

Trató de encontrar un camino a través del huerto, pero cada vez estaba más aturdido.

Llegó al estanque donde el tío Gregorio llenaba sus regaderas. Había allí una gata blanca que miraba fijamente a los peces de colores. Estaba sentada sin moverse, pero, de vez en cuando, la punta de la cola se le estremecía como si estuviera viva.

Perico se marchó sin dirigirle la palabra… ¡Había oído cosas terribles de los gatos en boca de su primo, el conejito Benjamín!

Volvió de nuevo a la caseta de herramientas, pero, de pronto, oyó el ruido del azadón -zaca, zaca, zaca, zaca- al cavar en el campo. Perico se escondió bajo unos arbustos.
Pero al ver que no pasaba nada, decidió salir de su escondrijo y se subió a una carretilla para echar un vistazo. Lo primero que vio fue al tío Gregorio escardando cebollas. Estaba de espaldas a Perico y el conejito pudo ver que, más allá, estaba… ¡la verja!
Perico se bajó de la carretilla sin hacer ruido y echó a correr por una senda medio oculta entre matas de grosella.
El tío Gregorio le echó el ojo cuando Perico doblaba la esquina del huerto, pero era ya demasiado tarde. Perico se deslizó por debajo de la verja y llegó sano y salvo al bosque que había al otro lado.


El tío Gregorio cogió la chaqueta y los zapatitos de Perico e hizo con ellos un espantapájaros para asustar a los mirlos.
Perico no paró de correr hasta que llegó a su casa, bajo las raíces del gran abeto.
Estaba tan cansado que se dejó caer en el suelo blando y arenoso de la madriguera y allí se quedó con los ojos cerrados.

Su madre estaba cocinando y, al verlo llegar, se preguntó qué habría hecho con la ropa… ¡era la segunda chaqueta y el segundo par de zapatos que perdía en dos semanas!
Lamento decir que Perico se sintió algo indispuesto aquella noche. Su madre lo acostó, le preparó una infusión de manzanilla amarga… ¡y se la hizo tomar al pobre Perico!

-Una cucharada sopera antes de acostarte -tal como decía el médico.

En cambio, sus hermanas Pelusa, Pitusa y Colita de Algodón cenaron tan ricamente: sopas de leche con pan y, de postre, zarzamoras.

Barba azul


Existió en tiempos antiguos un hombre riquísimo, que tenia una larga barba azul. Casado una después de otra, con varias mujeres, todas ellas habían desaparecido misteriosamente, sin que nadie hubiera vuelto a saber de ellas. Por último viudo otra vez se enamoro de una doncella de la región y la pidió en matrimonio. Las bodas se celebraron con gran pompa, y los esposos vivieron en paz y felices durante un mes. Pasado este tiempo, Barba Azul se despidió de su mujer: tenía que partir por un largo viaje y le dejaba las llaves de todo el castillo, que ella podía visitar a su antojo, desde los sótanos hasta los desvanes. Solamente no podía entrar nunca, bajo ningún pretexto, en una habitación situada al fondo del corredor central. La mujer prometió obedecer, y Barba Azul partió.
Al quedarse sola, la mujer castellana comenzó a recorrer la casa y descubrió por todas partes objetos de valor y obras de arte; pero nada la divertía. Siempre pensaba en la prohibición de su marido. Por fin, no pudo resistir más la curiosidad, abrió la puerta de la misteriosa estancia y entro en ella. Lo que vio la llenó de terror. El pavimento estaba manchado de sangre, y contra la pared, se hallaban apoyados los cuerpos de las anteriores mujeres de Barba Azul, a las que el había matado. En la prisa por escapar de aquel terrible espectáculo, dejó caer al suelo la llave de la habitación, que se mancho de sangre. En vano intentó borrar aquellas manchas reveladoras: cuanto más las lavaba, más parecían advertirse en el brillante metal de la llave que tenía en la mano.
Cuando Barba Azul regresó, la desgraciada se vio obligada a devolverle el manojo de llaves, y él se dio cuenta en seguida de las manchas que tenía la llave de la habitación prohibida. Comprendió que su mujer lo había desobedecido y le dijo con voz irritada:
-Por haber entrado a pesar de mi prohibición en aquella estancia, también tú morirás, como murieron las mujeres que has visto.
No valieron súplicas ni lágrimas: fue inexorable. Entonces la joven, para ganar tiempo, le pidió que aplazara su decisión de matarla para poder recitar sus oraciones, y habiéndolo obtenido así, llamó a su hermana, que estaba pasando una temporada con ella.
-Mi querida Ana - le dijo, - sube a la torre más alta del castillo y mira si vienen nuestros hermanos.
Ana obedeció, pero no veía nada: ante ella, se extendía la llanura soleada y desierta.
- Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie? - preguntaba a cada instante la desgraciada.
Ana, por mucho que aguzaba la vista, nada podía ver; pero de pronto, vio a lo lejos una ligera nube de polvo, que iba creciendo a medida que se aproximaba.
- ¡Son nuestros hermanos! - gritó. - ¡Los veo! Vienen corriendo hacia nosotras.
Precisamente en aquel momento, Barba Azul, cansado de esperar, llamo a su mujer con un grito tan horrible, que el castillo tembló hasta sus cimientos, y la desgraciada se vio obligada a acudir a su llamada. El marido la cogió entonces por la larga cabellera y levanto la mano que blandía la espada... En aquel instante, sus dos jóvenes hermanos irrumpieron en la habitación, y al ver lo que ocurría, desenvainaron las espadas, que arrojaron sobre el cruel castellano y lo mataron.

El nuevo traje del emperador


Érase una vez un emperador muy vanidoso a quien le encantaban los finos ropajes. Gastaba la mayor parte de su tiempo y mucho dinero en espléndidos trajes nuevos. El emperador descuidaba por completo los asuntos de su gobierno y sólo le interesaba aparecer en público para lucir sus nuevos trajes y sombreros.

Un día llegaron a la ciudad dos estafadores y decidieron sacar partido de la afición exagerada del emperador.

-Tengo un plan con el que nos volveremos ricos en poco tiempo -dijo uno de ellos.

Las puertas del palacio estaban abiertas para los tejedores y sastres de todos los rincones de la tierra. En poco tiempo, los dos estafadores tuvieron audiencia con el emperador.

-Somos tejedores de un país muy lejano y fabricamos la tela más hermosa que se pueda imaginar su Excelencia -dijeron los falsos tejedores, mientras el emperador escuchaba con sumo interés-. Los colores son majestuosos y el diseño es inigualable.

-Esta tela -continuaron diciendo-, tiene la propiedad de ser invisible para todo aquel que sea tonto y no esté a la altura de su puesto.
"Una tela así me sería muy útil", pensó el emperador. "Así podré saber cuáles de mis ministros no están a la altura de sus cargos."
Sin pensar más, el emperador le ordenó a su primer ministro entregarles a los tejedores el dinero necesario, así como la seda y los hilos de oro, para que empezaran el trabajo de inmediato.
Los dos estafadores se pusieron manos a la obra. Alquilaron un telar y un gran taller, y se instalaron con toda comodidad. Cada vez que alguien iba a verlos, fingían trabajar arduamente.
Por supuesto, no estaban tejiendo nada. Todos los días escondían un poco de seda y de hilos de oro, y se pasaban el tiempo comiendo y bebiendo.

Entretanto, el emperador se deleitaba pensando en su maravilloso traje nuevo.
"Me pregunto cómo irá el trabajo de esos tejedores", pensaba. No estaba muy seguro de ir a ver la tela por sí mismo, pues lo inquietaban sus poderes mágicos… ¡Claro que eso no debía preocuparle en lo más mínimo!

-¡Ya sé! -exclamó el emperador-. Enviaré a mi primer ministro. Él no es ningún tonto y está a la altura de su cargo. La tela no será invisible para él. El emperador mandó llamar a su primer ministro y le pidió un reporte detallado sobre la elaboración de la tela. Ya toda la ciudad se había enterado de la fabricación de la maravillosa tela. El primer ministro, que era un hombre sensato, decidió ir solo a supervisar el trabajo de los tejedores.

"No soy estúpido y sé muy bien que soy apto para mi cargo, pero es mejor tomar precauciones".

Los falsos tejedores recibieron muy amablemente al primer ministro. Uno de ellos levantaba los brazos en el aire, como si estuviera sosteniendo la tela, y hablaba de sus magníficos colores. El otro movía las manos sobre el telar, fingiendo entrelazar los hilos. Sin embargo, el pobre primer ministro ¡no veía absolutamente nada!

"¿Me habré vuelto estúpido?" se preguntó preocupado.

El primer ministro regresó al palacio.
-Su Excelencia -dijo en tono solemne-. Jamás había visto nada igual.
El emperador estaba escuchando impaciente.
-Bueno, pues dime cómo es.
-Hemm... su Excelencia.... los colores son exquisitos, como un hermoso atardecer: azul, rosado, malva y dorado. El diseño es muy elaborado… como un jardín, con delicadas flores, árboles majestuosos y límpidos arroyos. ¡Estoy sorprendido de la habilidad de esos tejedores!
Al cabo de unos días, los embaucadores le pidieron más dinero al primer ministro. En el fondo de su corazón, él sabía que algo no andaba bien, pero le daba temor confesar que no veía la tela. Así pues, accedió a enviarles más dinero.
Al día siguiente, los sirvientes del emperador fueron al taller de los falsos tejedores a dejarles tanto el dinero que pedían como más hilos de oro. Los estafadores estaban encantados.
La impaciencia del emperador aumentaba cada día más. Esta vez decidió enviar a uno de sus cortesanos de confianza a supervisar el trabajo de los tejedores. La sorpresa del cortesano al ver el telar vacío fue total. Sin embargo, para que los tejedores no pensaran que era un tonto, se acercó al telar e hizo como si examinara cuidadosamente la tela.

Cuando regresó al palacio del emperador, no quiso revelar su incapacidad para ver la tela. No quería exponerse a que lo considerasen estúpido. Entonces, alabó la tela e hizo una magnífica descripción que complació al emperador. Por fin, el emperador decidió ir a ver la tela con sus propios ojos. Los estafadores lo recibieron con grandes venias.

El emperador no salía de su asombro: ¡No podía ver la tela!

-Toque esta tela, su Excelencia -decían los falsos tejedores-. Es de una suavidad y una delicadeza indescriptibles.

-Hemm... sí, claro, claro, muy suave -dijo el emperador-. Es un trabajo absolutamente maravilloso.

El día de la prueba del traje llegó por fin. El emperador esperaba pacientemente en ropa interior mientras los estafadores hacían como si estuvieran probándole al emperador el famoso traje. Los cortesanos, reunidos en torno a él, alababan la calidad del diseño y la hermosura de los colores.

-¡Su Excelencia debería lucir este traje en la procesión de mañana! -dijo alguien.

Al día siguiente, los estafadores le ayudaron al emperador a ponerse el traje. Con todo cuidado, le alcanzaban cada prenda y él, con el mismo cuidado, hacía lo mejor para ponérsela.

-¿Me veo bien? -preguntaba con nerviosismo el emperador, al tiempo que se miraba en el espejo.

-¡Oh, sí, su Excelencia! -todos exclamaban, con una sonrisa de oreja a oreja.

El emperador desfiló por toda la ciudad. La gente comentaba con admiración la delicadeza y vistosidad de las prendas. Nadie quería pasar por tonto. De repente, un niño gritó:

-¡Pero si el emperador está desnudo!

Todo el mundo empezó a reírse a carcajadas.

El emperador se sentía muy avergonzado, pues sabía que la gente tenía razón. A pesar de todo, siguió caminando con la cabeza muy erguida, resuelto a no admitir en público su estupidez. Por su parte, los astutos estafadores en otro lugar, disfrutaban de la inmensa fortuna.
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La bella y la bestia


Había una vez un mercader que debiendo emprender un largo viaje, preguntó a sus tres hijas qué regalos querían que les trajera a su regreso. Las dos mayores pidieron vestidos y joyas, y la menor, llamada Bella, que era la preferida del padre, pidió solamente una rosa.
Solventados sus asuntos, cuando ya había emprendido el viaje de vuelta, el mercader se perdió por la noche en un bosque. Nevaba, y el viento era tan fuerte, que hacía la marcha fatigosa; pero de repente vio brillar una luz entre los árboles: se dirigió hacía allí y se encontró ante un palacio profusamente iluminado. Entró en él, y después de atravesar varios salones completamente desiertos, llegó a una habitación donde había una mesa dispuesta llena de manjares. Como estaba hambriento, se sentó y comió con buen apetito. Satisfecha esa necesidad, pasó a otra habitación, a la que encontró preparada una cama; al verla, sin más preámbulos, se acostó en ella y se quedo dormido.
A la mañana siguiente, el mercader despertó cuando el sol estaba ya alto, y junto al lecho, vio, en vez de su traje desgastado, un hermosísimo y flamante vestido. Se lo puso, y luego de tomar el almuerzo que encontró preparado, salió de la hospitalaria morada; pero al atravesar el jardín, vio un rosal florecido, y acordándose entonces del deseo de Bella, cogió la rosa.
Apenas la había cortado, cuando la tierra tembló de un modo espantoso, y una horrible bestia apareció ante el asustado mercader.
-¡Ingrato! - exclamó la bestia.- ¡Te he hospedado en mi castillo, y tú como único agradecimiento, despojas el rosalque estimo más que a mi propia vida! En castigo morirás.
El pobre hombre, temblando, suplico a la bestia que lo perdonara, y le contó que había cogido la rosa para una de sus hijas.
-Te perdono - contestó el monstruo,- con la condición de que me traigas aquí a esa hija.
El viejo adoraba a Bella; mas a pesar suyo, tuvo que llevarla al castillo del bosque y dejarla allí a merced del monstruo. La doncella estaba segura de que este la devoraría, pero se asombró mucho cuando vio que la trataba con todo miramiento y que procuraba que nada le faltase, anticipándose a sus menores deseos.
Todas las tardes el monstruo iba a visitarla y se entretenía a conversar con ella. Así, poco a poco, casi sin darse cuenta, Bella se aficiono a la Bestia hasta el punto de no poder estar mucho tiempo sin su compañía.
En la habitación que la doncella tenía en el castillo, había un espejo que reflejaba claramente todo cuanto sucedía en la casa del mercader, y Bella, de vez en cuando, miraba allí para estar informada de la suerte de sus seres queridos.
Una noche, vio en el espejo que su padre estaba gravemente enfermo, y llorando suplico al monstruo que le permitiese ir a su casa por algunos días.
La Bestia, después de recomendarle que volviese al cabo de una semana, la dejo ir.
El mercader con la alegría de volver a abrazar a su hija predilecta, curó.
Los días pasaron volando para la joven en la casa paterna y termino la semana sin que se diese cuenta de ello, pero una noche, soñó que la Bestia estaba muriéndose y la llamaba desesperadamente. Atemorizada y llena de remordimientos, se despertó y partió al instante para la casa del bosque, donde encontró a la Bestia en el jardín, tendida junto al rosal y sin sentido.
La doncella, llorando, lo abrazó, y entre sollozos le dijo:
-No te mueras, no te mueras; si te curas, me casaré contigo.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando la Bestia, dando un salto, se transformo en un bellísimo príncipe, que agradeció a la doncella el haber puesto fin con aquellas palabras al encantamiento a que había sido sometido por una malvada bruja.
Después la llevo a su reino, donde el matrimonio se celebró con gran pompa, los esposos vivieron felices y contentos durante largos años.
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jueves, 14 de enero de 2010

El caracol y la rosa


Había una vez...

... Una amplia llanura donde pastaban las ovejas y las vacas. Y del otro lado de la extensa pradera, se hallaba el hermoso jardín rodeado de avellanos.

El centro del jardín era dominado por un rosal totalmente cubierto de flores durante todo el año. Y allí, en ese aromático mundo de color, vivía un caracol, con todo lo que representaba su mundo, a cuestas, pues sobre sus espaldas llevaba su casa y sus pertenencias.

Y se hablaba a sí mismo sobre su momento de ser útil en la vida: – ¡Paciencia! –decía el caracol–. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas.

–Esperamos mucho de ti –dijo el rosal–. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer?

–Necesito tiempo para pensar –dijo el caracol–; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas.

Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.

–Nada ha cambiado –dijo–. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.

Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo.

Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.

–Ahora ya eres un rosal viejo –dijo el caracol–. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco... ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte?

–Me asustas –dijo el rosal–. Nunca he pensado en ello.

–Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra?

–No –contestó el caracol–. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante!... Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Esa era mi vida; no podía hacer otra cosa.

–Tu vida fue demasiado fácil –dijo el caracol (Sin detenerse a observarse a sí mismo).

–Cierto –dijo el rosal–. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día... algún día.... ¿Pero, ... de qué te sirve el pasar los años pensando sin hacer nada útil por el mundo?

–No, no, de ningún modo –dijo el caracol–. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo.

–¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle?

–¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los avellanos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa.

Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló.

–¡Qué pena! –dijo el rosal–. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida.

Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él.

Y pasaron los años.

El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones había desaparecido... Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles seguían con la misma filosofía que aquél, se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos.

Y a través del tiempo, la misma historia se continuó repitiendo...

Simbad el marino


Hace muchos, muchísimos años, en la ciudad de Bagdad vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y, para ganarse la vida, se veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que se le conocía como Simbad el Cargador.
- ¡Pobre de mí! -se lamentaba- ¡qué triste suerte la mía!
Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por el dueño de una hermosa casa, el cual ordenó a un criado que hiciera entrar al joven.
A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones.
En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las más exóticas viandas y los más deliciosos vinos. En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que destacaba un anciano, que habló de la siguiente manera:
-Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a contar mis aventuras...
" Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable; fue tanto lo que derroché que, al fin, me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué con unos mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir hasta el barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el primer barco que zarpó de vuelta a Bagdad..."
Llegado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al muchacho 100 monedas de oro y le rogó que volviera al día siguiente.
Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas...
" Volví a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté, el barco se había marchado sin mí.
Llegué hasta un profundo valle sembrado de diamantes. Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo de carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar."
Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven 100 monedas de oro, con el ruego de que volviera al día siguiente...
"Hubiera podido quedarme en Bagdad disfrutando de la fortuna conseguida, pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una gran tormenta y el barco naufragó.
Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos terribles, que nos cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca ardiente en su único ojo y escapamos de aquel espantoso lugar.
De vuelta a Bagdad, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré mañana..."
Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.
"Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta vez fuimos a dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino: que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último momento, logré escaparme y regresé a Bagdad cargado de joyas..."
Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De este modo el muchacho supo de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna.
El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido como esclavo a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un día, huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar más elefantes.
Simbad así lo comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría encontrar gran número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y le hizo muchos y valiosos regalos.
"Regresé a Bagdad y ya no he vuelto a embarcarme -continuó hablando el anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes he conocido todos los padecimientos."
Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara quedarse a vivir con él. El joven Simbad aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo que soportar el peso de ningún fardo...

El castillo misterioso


Chanchete y Conejito, habían heredado un hermoso castillo; por este motivo, llegaron un buen día a las puertas del hermoso edificio.

Cada uno, llevaba el correspondiente equipaje, porque tenían decidido quedarse a vivir en su flamante castillo.

Chanchete, vio de pronto un letrero que le dejó atemorizado. Y se puso a temblar.
- Amigo Conejito: nunca me han gustado los fantasmas. ¿Y, a ti .... ?

- Caramba.... , no sé qué decirte. Yo he leído que eso de los fantasmas es mentira.

Seguramente que lo será, Chanchete.

¡Pues, esto es más grave, Conejito!
¿Será verdad lo que asegura ese letrero?

Porque en este caso, no seré yo ni tampoco mi maleta, quienes pasemos adelante....

Me están dando ganas de marcharme.

- ¿Qué estas diciendo?

Lo que te ocurre es que eres un pobre miedoso.


-¿Miedoso, yo? Verás, Conejito. No es miedo lo que tengo. Es que lo de los fantasmas me parece que es verdad, porque.... ¡AUXILIO!, que ya me están sujetando por detrás. ¡Oh!
Pero se reía el Conejito: Lo que te ocurre es, que al cerrar tú mismo la puerta, has dejado en ella aprisionada la bufanda.

Vamos, deja de temblar, porque ya es hora de que merendemos.

- Ea, a poner la mesa. Verás lo ricamente que vamos a vivir en nuestro castillo, tan contentos.

Ese, para ti, y este, para mi..
(¿Eeehh ............?)

- Conejito, amigo mío; no me digas que veo visiones. Pero estoy por apostar que en el plato has dejado mi merienda y ha desaparecido en un solo instante que he vuelto la cabeza.

-¡Zambomba! -exclamó Conejito. ¡Eso mismo acaba de ocurrir con la mía!

-¡Ay! -gimió Chanchete ¡Son los fantasmas!

¡Bah! Esas son tonterías ....
Cuentos de viejas. ¿Eh?

¿Pero qué es esto? ¡Ah! ¡Oh! ¡Uf!

¿Se puede saber de donde llueven bofetadas a diestro y siniestro? ¡Ay, ay!

¡Debe ser un gigante horroroso, amigo Conejito! Porque tiene los brazos como un kilómetro de largo y parecen las aspas de un molino.

¡El fantasma, Conejito, el fantasma!

¡Si, señores, sí!. Soy el fantasma de este castillo y vivo en él desde hace dos mil años.

¡Brrrr!

-¡Por favor, no me haga daño, señor fantasma! Yo soy Chanchete y le aseguro que no tengo ganas de meterme en sus asuntos, créame.
-¡Es lo mejor que puedes hacer! Ahora, si no queréis morir de miedo, vais a tener que abandonar el castillo antes de que me enfade. Porque después, ya será demasiado tarde. ¿Dónde está tu amigo?

El Conejito, muy astuto, se había colocado detrás del fantasma y con una cerilla le estaba prendiendo fuego a la sábana con que se cubría. Y la tela empezó a arder.

El fantasma, a todo esto, seguía hablando con Chanchete y de repente, le preguntó:
-Oye: ¿no te parece que huele a chamusquina?

¡Socorro .... !
Así gritó el fantasma misterioso, al observarse envuelto entre la sábana encendida.

¡¡Paso!! ¡Paso libre! ¡Que voy a arrojarme de cabeza al pozo para apagar las llamas! ¡VOY!

Chanchete y Conejito se reían, mientras el fantasma (que no era tal fantasma) se tiraba en el pozo por miedo al fuego.
Era un Lobo, que deseaba atemorizar a los legítimos dueños para que abandonaran éstos la propiedad; así, el Lobo se quedaría como amo absoluto.

Pero la astucia de Conejito lo descubrió todo. Y el malvado Lobo tuvo que salir del castillo y, en cambio, Chanchete y Conejito se quedaron a vivir muy tranquilos

Las habichuelas magicas


Periquin vivia con su madre, que era viuda, en
una cabaña de bosque. Con el tiempo
fue empeorando la situacion familiar, la
madre determino mandar a Periquin a la
ciudad, para que alli intentase vender la unica
vaca que poseian. El niño se puso en camino,
llevando atado con una cuerda al animal, y se
encontro con un hombre que llevaba un
saquito de habichuelas. -Son maravillosas
-explico aquel hombre-. Si te gustan, te las
dare a cambio de la vaca. Asi lo hizo Periquin,
y volvio muy contento a su casa. Pero la
viuda, disgustada al ver la necedad del
muchacho, cogio las habichuelas y las arrojo
a la calle. Despues se puso a llorar.
Cuando se levanto Periquin al dia siguiente,
fue grande su sorpresa al ver que las
habichuelas habian crecido tanto durante la
noche, que las ramas se perdian de vista. Se
puso Periquin a trepar por la planta, y sube
que sube, llego a un pais desconocido. Entro
en un castillo y vio a un malvado gigante que
tenia una gallina que ponia huevos de oro
cada vez que el se lo mandaba. Espero el niño
a que el gigante se durmiera, y tomando la
gallina, escapo con ella. Llego a las ramas de
las habichuelas, y descolgandose, toco el
suelo y entro en la cabaña.
La madre se puso muy contenta. Y asi fueron
vendiendo los huevos de oro, y con su
producto vivieron tranquilos mucho tiempo,
hasta que la gallina se murio y Periquin tuvo
que trepar por la planta otra vez,
dirigiendose al castillo del gigante. Se
escondio tras una cortina y pudo observar
como el dueño del castillo iba contando
monedas de oro que sacaba de un bolson de
cuero.
En cuanto se durmio el gigante, salio Periquin
y, recogiendo el talego de oro, echo a correr
hacia la planta gigantesca y bajo a su casa.
Asi la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir
viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llego
un dia en que el bolson de cuero del dinero
quedo completamente vacio.
Se cogio Periquin por tercera vez a las ramas
de la planta, y fue escalandolas hasta llegar a
la cima. Entonces vio al ogro guardar en un
cajon una cajita que, cada vez que se
levantaba la tapa, dejaba caer una moneda
de oro. Cuando el gigante salio de la estancia,
cogio el niño la cajita prodigiosa y se la
guardo. Desde su escondite vio Periquin que
el gigante se tumbaba en un sofa, y un arpa,
oh maravilla!, tocaba sola, sin que mano
alguna pulsara sus cuerdas, una delicada
musica. El gigante, mientras escuchaba
aquella melodia, fue cayendo en el sueño
poco a poco
Apenas le vio asi Periquin, cogio el arpa y
echo a correr. Pero el arpa estaba encantada
y, al ser tomada por Periquin, empezo a
gritar: -Eh, señor amo, despierte usted, que
me roban! Despertose sobresaltado el
gigante y empezaron a llegar de nuevo desde
la calle los gritos acusadores: -Señor amo,
que me roban! Viendo lo que ocurria, el
gigante salio en persecucion de Periquin.
Resonaban a espaldas del niño pasos del
gigante, cuando, ya cogido a las ramas
empezaba a bajar. Se daba mucha prisa,
pero, al mirar hacia la altura, vio que tambien
el gigante descendia hacia el.
No habia tiempo que perder, y asi que grito
Periquin a su madre, que estaba en casa
preparando la comida: -Madre, traigame el
hacha en seguida, que me persigue el
gigante! Acudio la madre con el hacha, y
Periquin, de un certero golpe, corto el tronco
de la tragica habichuela. Al caer, el gigante se
estrello, pagando asi sus fechorias, y Periquin
y su madre vivieron felices con el producto de
la cajita que, al abrirse, dejaba caer una
moneda de oro.

sábado, 9 de enero de 2010

El principe y el mendigo


Erase un principito curioso que quiso un día salir a pasear sin escolta. Caminando por un barrio miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho de su estatura que era en todo exacto a él.
-¡Si que es casualidad! -dijo el príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de agua.
-Es cierto -reconoció el mendigo-. Pero yo voy vestido de andrajos y tú te cubres de sedas y terciopelo. Sería feliz si pudiera vestir durante un instante la ropa que llevas tú.
Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza, se despojó de su traje, calzado y el collar de la Orden de la Serpiente, cuajado de piedras preciosas.
-Eres exacto a mi -repitió el príncipe, que se había vestido, en tanto, las ropas del mendigo.
Contó en la ciudad quién era y le tomaron por loco. Cansado de proclamar inútilmente su identidad, recorrió la ciudad en busca de trabajo. Realizó las faenas más duras, por un miserable jornal.
Era ya mayor, cuando estalló la guerra con el país vecino. El príncipe, llevado del amor a su patria, se alistó en el ejército, mientras el mendigo que ocupaba el trono continuaba entregado a los placeres.
Un día, en lo más arduo de la batalla, el soldadito fue en busca del general. Con increíble audacia le hizo saber que había dispuesto mal sus tropas y que el difunto rey, con su gran estrategia, hubiera planeado de otro modo la batalla.
-Cómo sabes tú que nuestro llorado monarca lo hubiera hecho así?
Pero en aquel momento llegó la guardia buscando al personaje y se llevaron al mendigo. El príncipe corría detrás queriendo convencerles de su error, pero fue inútil.
Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo ocupó el trono. Lleno su corazón de rencor por la miseria en que su vida había transcurrido, empezó a oprimir al pueblo, ansioso de riquezas. Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las verjas del palacio, esperaba que le arrojasen un pedazo de pan.
-Porque se ocupó de enseñarme cuanto sabía. Era mi padre.
El general, desorientado, siguió no obstante los consejos del soldadito y pudo poner en fuga al enemigo. Luego fue en busca del muchacho, que curaba junto al arroyo una herida que había recibido en el hombro. Junto al cuello se destacaban tres rayitas rojas.
-Es la señal que vi en el príncipe recién nacido! -exclamó el general.
Comprendió entonces que la persona que ocupaba el trono no era el verdadero rey y, con su autoridad, ciño la corona en las sienes de su autentico dueño.
El principe había sufrido demasiado y sabia perdonar. El usurpador no recibio mas castigo que el de trabajar a diario.
Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para gobernar y su gran generosidad el respondia:
Es gracias a haber vivido y sufrido con el pueblo por lo que hoy puedo ser un buen rey.

El perro del hortelano





Un labriego tenía un enorme perro como guardián de sus extensos cultivos. El animal era tan bravo que jamás ladrón alguno se atrevió a escalar la cerca de los sembrados.
El amo, cuidadoso de su can, lo alimentaba lo mejor que podía, y el perro, para mostrar su agradecimiento, redoblaba el cuidado de los campos.
Cierto día, el buey del establo quiso probar un bocado de la alfalfa que su amo le guardaba, pero el perro, poniéndose furioso y enseñándole los dientes, trató de ahuyentarlo.
El buey, reprochando su equivocada conducta, le dijo:
- Eres un tonto, perro envidioso. Ni comes ni dejas comer.
Y añadió: - Si el amo destina a cada cual lo que le aprovecha y la alfalfa es mi alimento, no veo que tengas razón para inmiscuirte en negocio ajeno.

Agua que no has de beber,
amigo, déjala correr.

El soldadito de plomo


Erase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes.
Los guardaba todos en su habitación y, durante el día,
pasaba horas y horas felices jugando con ellos.

Uno de sus juegos preferidos
era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo.
Los ponía enfrente unos de otros,
y daba comienzo a la batalla.
Cuando se los regalaron,
se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna
a causa de un defecto de fundición.

No obstante, mientras jugaba,
colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea,
delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido.
Pero el niño no sabía que sus juguetes
durante la noche cobraban vida
y hablaban entre ellos, y a veces,
al colocar ordenadamente a los soldados,
metía por descuido el soldadito mutilado
entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito
pudo conocer a una gentil bailarina,
también de plomo.
Entre los dos se estableció una corriente de simpatía
y, poco a poco, casi sin darse cuenta,
el soldadito se enamoró de ella.
Las noches se sucedían deprisa, una tras otra,
y el soldadito enamorado
no encontraba nunca el momento oportuno
para declararle su amor.
Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados
durante una batalla,
anhelaba que la bailarina
se diera cuenta de su valor por la noche ,
cuando ella le decía si había pasado miedo,
él le respondía con vehemencia que no.

Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito
no pasaron inadvertidos por el diablejo
que estaba encerrado en una caja de sorpresas.
Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche,
un dedo amonestante señalaba al pobre soldadito.

Finalmente, una noche, el diablo estalló.
-¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!
El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:
-No le hagas caso, es un envidioso.
Yo estoy muy contenta de hablar contigo.
Y lo dijo ruborizándose.

¡Pobres estatuillas de plomo,
tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor!

Pero un día fueron separados,
cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.

-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo,
porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!-

El niño colocó luego a los demás soldaditos
encima de una mesa para jugar.

Pasaban los días y el soldadito de plomo
no era relevado de su puesto de guardia.
Una tarde estalló de improviso una tormenta,
y un fuerte viento sacudió la ventana,
golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío.
Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo,
la bayoneta del fusil se clavó en el suelo.
El viento y la lluvia persistían.
¡Una borrasca de verdad!
El agua, que caía a cántaros,
pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos
que se escapaban por las alcantarillas.
Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara,
cobijados en la puerta de una escuela cercana.
Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo
en dirección a sus casas,
evitando meter los pies en los charcos más grandes.
Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas
que se escurrían de los tejados,
caminando muy pegados a las paredes de los edificios.

Fue así como vieron al soldadito de plomo
clavado en tierra, chorreando agua.

-¡Qué lástima que tenga una sola pierna!
Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.

-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -
dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.

Al otro lado de la calle descendía un riachuelo,
el cual transportaba una barquita de papel
que llegó hasta allí no se sabe cómo.

-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!-
dijo el pequeño que lo había recogido.

Así fue como el soldadito de plomo
se convirtió en un navegante.
El agua vertiginosa del riachuelo
era engullida por la alcantarilla
que se tragó también a la barquita.
En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto.

Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban,
vieron como pasaba por delante de ellas
el insólito marinero encima de la barquita zozobrante.
¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo,
a él que había afrontado tantos y tantos peligros en sus batallas!

La alcantarilla desembocaba en el río,
y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio
empujada por remolinos turbulentos.

Después del naufragio, el soldadito de plomo
creyó que su fin estaba próximo
al hundirse en las profundidades del agua.
Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente,
pero sobre todo, había uno que le angustiaba
más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina...

De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino.
El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez,
que se abalanzó vorazmente sobre él atraído
por los brillantes colores de su uniforme.

Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse
con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red
que un pescador había tendido en el río.
Poco después acabó agonizando en una cesta
de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él.
Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito,
se acercó al mercado para comprar pescado.

-Este ejemplar parece apropiado
para los invitados de esta noche -
dijo la mujer contemplando el pescado
expuesto encima de un mostrador.

El pez acabó en la cocina
y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo,
se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.

-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -
gritó, y fue en busca del niño para contarle
dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo
al que le faltaba una pierna.

-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño
al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.

-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez!
¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado
desde que cayó de la ventana!-
Y lo colocó en la repisa de la chimenea
donde su hermanita había colocado a la bailarina.

Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados.
Felices de estar otra vez juntos,
durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación.

Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa:
un vendaval levantó la cortina de la ventana y,
golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.

El soldadito de plomo, asustado,
vio como su compañera caía.
Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor.
Desesperado, se sentía impotente para salvarla.

¡Qué gran enemigo es el fuego
que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros!
Balanceándose con su única pierna,
trató de mover el pedestal que lo sostenía.
Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego.
Unidos esta vez por la desgracia,
volvieron a estar cerca el uno del otro,
tan cerca que el plomo por las llamas, empezó a fundirse.

El plomo de la pierna de uno se mezcló con el del otro,
y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón.

A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse,
cuando acertó a pasar por allí el niño.
Al ver a las dos estatuillas entre las llamas,
las empujó con el pie lejos del fuego.
Desde entonces, el soldadito y la bailarina
estuvieron siempre juntos,
tal y como el destino los había unido:
En forma de corazón.