martes, 17 de mayo de 2011

El rey rana



En aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la menor, la cual era tan hermosa que hasta el sol, que tantas cosas había visto, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la muchacha. Junto al palacio real extendíase un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo tilo, fluía un manantial. En las horas de más calor, la princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se aburría, poníase a jugar con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola, con la mano, al caer; era su juguete favorito.

Ocurrió una vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía levantada, hízolo en el suelo y, rodando, fue a parar dentro del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo, tan profundo, que no se podía ver su fondo. La niña se echó a llorar; y lo hacía cada vez más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentaciones, oyó una voz que decía: “¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!” La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua. “¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador?” dijo, “pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en la fuente.” - “Cálmate y no llores más,” replicó la rana, “yo puedo arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?” - “Lo que quieras, mi buena rana,” respondió la niña, “mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas; hasta la corona de oro que llevo.” Mas la rana contestó: “No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, ni tu corona de oro; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos; si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu platito de oro y beba de tu vasito y duerma en tu camita; si me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro.” – “¡Oh, sí!” exclamó ella, “te prometo cuanto quieras con tal que me devuelvas la pelota.” Mas pensaba para sus adentros: ¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estarse en el agua con sus semejantes, croa que te croa. ¿Cómo puede ser compañera de las personas?

Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. Soltóla en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él. “¡Aguarda, aguarda!” gritóle la rana, “llévame contigo; no puedo alcanzarte; no puedo correr tanto como tú!” Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar ‘cro cro’ con todas sus fuerzas. La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más remedio que volver a zambullirse en su charca.

Al día siguiente, estando la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, he aquí que plis, plas, plis, plas se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta: “¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!” Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, encontrase con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volviese a la mesa, llena de zozobra. Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo: “Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante que quiere llevarte?” - “No,” respondió ella, “no es un gigante, sino una rana asquerosa.” - “Y ¿qué quiere de ti esa rana?” - “¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí afuera y quiere entrar.” Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:

“¡Princesita, la más niña, Ábreme! ¿No sabes lo que Ayer me dijiste Junto a la fresca fuente? ¡Princesita, la más niña, Ábreme!”

Dijo entonces el Rey: “Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.” La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: “¡Súbeme a tu silla!” La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y, ya acomodado en ella, dijo: “Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas.” La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela: “¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada; llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda: dormiremos juntas.” La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que ni siquiera se atrevía a tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo: “No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada.” Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya se había acostado, acercóse la rana a saltitos y exclamó: “Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; conque súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre.” La princesita acabó la paciencia, cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared: “¡Ahora descansarás, asquerosa!”

Pero en cuanto la rana cayó al suelo, dejó de ser rana, y convirtióse en un príncipe, un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija. Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se marcharían a su reino. Durmiéron se, y a la mañana, al despertarlos el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Rey, el fiel Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transformado en rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en tomo al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza. La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no cabía en sí de gozo por la liberación de su señor.

Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su espalda, como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo:

“¡Enrique, que el coche estalla!” “No, no es el coche lo que falla, Es un aro de mi corazón, Que ha estado lleno de aflicción Mientras viviste en la fontana Convertido en rana.”

Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.

El acertijo



Érase una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de correr mundo, y se partió sin más compañía que la de un fiel criado. Llegó un día a un extenso bosque, y al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita, y, al acercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa. Dirigióse a ella y le dijo:
- Mi buena niña, ¿no nos acogerías por una noche en la casita, a mí y al criado?
- De buen grado lo haría -respondió la muchacha con voz triste-; pero no os lo aconsejo. Mejor es que os busquéis otro alojamiento.
- ¿Por qué? -preguntó el príncipe.
- Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros ­contestó la niña suspirando.


Bien se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada, y, por otra parte, no era miedoso, entró. La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:
- ¡Buenas noches! -dijo con voz gangosa, que quería ser amable-. Sentaos a descansar-. Y sopló los carbones, en los que se cocía algo en un puchero.
La hija advirtió a los dos hombres que no comiesen ni bebiesen nada, pues la vieja estaba confeccionando brebajes nocivos. Ellos durmieron apaciblemente hasta la madrugada, y cuando se dispusieron a reemprender la ruta, estando ya el príncipe montado en su caballo, dijo la vieja:
- Aguarda un momento, que tomarás un trago, como despedida.


Mientras entraba a buscar la bebida, el príncipe se alejó a toda prisa, y cuando volvió a salir la bruja con la bebida, sólo halló al criado, que se había entretenido arreglando la silla.
- ¡Lleva esto a tu señor! -le dijo. Pero en el mismo momento se rompió la vasija, y el veneno salpicó al caballo; tan virulento era, que el animal se desplomó muerto, como herido por un rayo. El criado echó a correr para dar cuenta a su amo de lo sucedido, pero, no queriendo perder la silla, volvió a buscarla. Al llegar junto al cadáver del caballo, encontró que un cuervo lo estaba devorando.
«¿Quién sabe si cazaré hoy algo mejor?», se dijo el criado; mató, pues, el cuervo y se lo metió en el zurrón.
Durante toda la jornada estuvieron errando por el bosque, sin encontrar la salida. Al anochecer dieron con una hospedería y entraron en ella. El criado dio el cuervo al posadero, a fin de que se lo guisara para cenar. Pero resultó que había ido a parar a una guarida de ladrones, y ya entrada la noche presentáronse doce bandidos, que concibieron el propósito de asesinar y robar a los forasteros. Sin embargo, antes de llevarlo a la práctica se sentaron a la mesa, junto con el posadero y la bruja, y se comieron una sopa hecha con la carne del cuervo. Pero apenas hubieron tomado un par de cucharadas, cayeron todos muertos, pues el cuervo estaba contaminado con el veneno del caballo.


Ya no quedó en la casa sino la hija del posadero, que era una buena muchacha, inocente por completo de los crímenes de aquellos hombres. Abrió a los forasteros todas las puertas y les mostró los tesoros acumulados. Pero el príncipe le dijo que podía quedarse con todo, pues él nada quería de aquello, y siguió su camino con su criado.
Después de vagar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a una ciudad donde residía una orgullosa princesa, hija del Rey, que había mandado pregonar su decisión de casarse con el hombre que fuera capaz de plantearle un acertijo que ella no supiera descifrar, con la condición de que, si lo adivinaba, el pretendiente sería decapitado. Tenía tres días de tiempo para resolverlo; pero eran tan inteligente, que siempre lo había resuelto antes de aquel plazo. Eran ya nueve los pretendientes que habían sucumbido de aquel modo, cuando llegó el príncipe y, deslumbrado por su belleza, quiso poner en juego su vida. Se presentó a la doncella y le planteó su enigma:
- ¿Qué es -le dijo- una cosa que no mató a ninguno y, sin embargo, mató a doce?


En vano la princesa daba mil y mil vueltas a la cabeza, no acertaba a resolver el acertijo. Consultó su libro de enigmas, pero no encontró nada; había terminado sus recursos. No sabiendo ya qué hacer, mandó a su doncella que se introdujese de escondidas en el dormitorio del príncipe y se pusiera al acecho, pensando que tal vez hablaría en sueños y revelaría la respuesta del enigma. Pero el criado, que era muy listo, se metió en la cama en vez de su señor, y cuando se acercó la doncella, arrebatándole de un tirón el manto en que venía envuelta, la echó del aposento a palos. A la segunda noche, la princesa envió a su camarera a ver si tenía mejor suerte. Pero el criado le quitó también el manto y la echó a palos.


Creyó entonces el príncipe que la tercera noche estaría seguro, y se acostó en el lecho. Pero fue la propia princesa la que acudió, envuelta en una capa de color gris, y se sentó a su lado. Cuando creyó que dormía y soñaba, púsose a hablarle en voz queda, con la esperanza de que respondería en sueños, como muchos hacen. Pero él estaba despierto y lo oía todo perfectamente.


Preguntó ella:
- Uno mató a ninguno, ¿qué es esto?
Respondió él:
- Un cuervo que comió de un caballo envenenado y murió a su vez.
Siguió ella preguntando:
- Y mató, sin embargo, a doce, ¿qué es esto?
- Son doce bandidos, que se comieron el cuervo y murieron envenenados.


Sabiendo ya lo que quería, la princesa trató de escabullirse, pero el príncipe la sujetó por la capa, que ella hubo de abandonar. A la mañana, la hija del Rey anunció que había descifrado el enigma y, mandando venir a los doce jueces, dio la solución ante ellos. Pero el joven solicitó ser escuchado y dijo:
- Durante la noche, la princesa se deslizó hasta mi lecho y me lo preguntó; sin esto, nunca habría acertado.
Dijeron los jueces:
- Danos una prueba.
Entonces el criado entró con los tres mantos, y cuando los jueces vieron el gris que solía llevar la princesa, fallaron la sentencia siguiente:
- Que este manto se borde en oro y plata; será el de vuestra boda.

El hada muerdago



El hada Muérdago es pequeña, muy pequeña. Viste de verde y rojo y, cuando se siente especialmente entusiasmada o nerviosa, agita sin parar sus hermosas y centelleantes alas de color dorado.

El hada Muérdago es graciosa, muy graciosa y también divertida, alegre y bulliciosa pero, sobre todo, es una de las hadas más responsables y sensatas de todo el bosque mágico lo cual motivó -hace ya muchos, muchos años- que el Consejo Supremo de las Hadas decidiera nombrarla Guardiana de la Magia de la Navidad. Una gran elección, sin duda. Ni un sólo año, desde que ella se hizo cargo del asunto, ha faltado la Navidad en nuestro mundo.

Bueno, hubo cierta vez en que casi, casi nos quedamos sin ella. Pero sólo casi.

Cada año, la pequeña Muérdago, días antes de emprender el vuelo para esparcir la magia por todo el mundo, inspeccionaba el cofre donde la guardaba -bajo siete llaves y siete candados- para asegurarse de que todo estuviera en perfectas condiciones, le quitaba un poco el polvo, le daba brillo y la dejaba lista para el gran día. Pero ese triste año, Muérdago se llevó una gran -y desagradable- sorpresa: la preciosa cajita había desaparecido. Puf. No estaba en su sitio. Puf. Se había esfumado. Puf. Se había evaporado.

Muérdago primero se sorprendió. Después se enfadó. Luego se asustó. Por último se inquietó, agitó sus alas con nerviosismo y se mordió las uñas mientras pensaba en dónde podía estar el arca.

Recorrió su casa-abeto de arriba abajo, de abajo arriba, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Nada.

Miró bajo la cama, las sillas, las mesas, la cocina, las alfombras y hasta bajo los jarrones. Nada.

Miró en las macetas, las ollas, los armarios, entre las sábanas e, incluso, en la bañera. Nada.

Buscó en las copas más altas de los árboles más altos. Nada.

Buscó entre las hojas al pie de cada árbol. Nada.

Husmeó en guaridas, madrigueras y cubiles. Nada.

Recorrió el bosque mágico de norte a sur y de este a oeste. Escudriñó cada rincón y bajo cada planta y animal. Nada.

La pobre Muérdago se sentía cada vez más triste y desesperada. Si no encontraba pronto la caja no habría magia, no habría luces de colores, no habría canciones, no habría brillantes adornos, no habría árboles decorados, no habría reuniones familiares, ni regalos, ni niños sonrientes…

El hada lloraba con enorme desconsuelo. Era la primera vez que fallaba en su importante misión. ¿Cómo iba a explicarlo ante el Consejo Supremo? ¿Y qué iba a ser de los niños? ¿Cómo iba a mirar a la cara a los habitantes del bosque? ¿Qué sería de los niños? ¿Quién se habría llevado la cajita? ¿Y qué iba a ser de los niños? (Como se puede comprobar a Muérdago le preocupaban mucho los niños…).

No había tiempo de ponerse a investigar. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina, tenía que encontrar una solución pronto. Y, mientras le daba vueltas al asunto y pensaba en las caras llenas de ilusión de los niños, a Muérdago se le ocurrió una idea. En un instante tuvo claro lo que debía hacer.

¿Cómo no se le había ocurrido antes? La respuesta estaba en los niños. Por supuesto.

Daba igual que no encontrara la cajita. La magia que guardaba en ella no era la importante, la verdadera magia, la que contaba, era la que guardaban los niños durante todo el año en sus corazones.

Ellos eran los auténticos cofres mágicos.

Muérdago saltó, bailó y cantó llena de alegría. Agitó sus doradas alas y, alzando el vuelo, puso rumbo a nuestro mundo, para recoger la magia infantil y luego repartirla por todos los corazones adultos del mundo.

De sus sonrisas tomó la luz, de sus voces la música, de sus ojos el brillo mágico, de sus abrazos el calor, de sus sueños la ilusión, de su corazón el amor. Fue de aquí para allá, recolectando un poco de cada niño y, cuando hubo reunido una considerable cantidad de magia volvió a sobrevolar el mundo dejándola caer sobre pueblos y ciudades, sobre cada casa y cada edificio. Y, a su paso, todo cobraba color y calor.

A partir de entonces, Muérdago, dejó de guardar la magia navideña en una cajita escondida en su casa-abeto en lo profundo del bosque mágico. No lo necesitaba. Tenía una fuente inagotable de magia en los cálidos corazones de los niños.

Ah, nadie supo jamás quién o qué hizo desaparecer la caja mágica aunque cuentan de cierto viejo y gruñón dragón al que, aquel año, se le vio sonreír más de lo habitual y llevar unos curiosos y brillantes adornos en sus alas pero, bueno, eso es otra historia bien diferente.

Igual la cuento otro día…